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lunes, 11 de junio de 2018

Hace un calor húmedo y la brisa entra abrumadora. No reconforta, trae la arena del desierto, y me hiere la cara.
Paso las páginas perdida, leo párrafos sin sentido de un cuento que narra cómo desearía que fuese la vida. Y me balanceo sentada en el suelo, pensando que el invierno está ya muy lejano. Huele a flores ya marchitas, las de la mesa. El agua está verde y mohosa, pero me gusta de esa manera. Cae una gota de sudor por mi cuello que se acaba perdiendo en mi escote. Ya no las seco, me hace cosquillas cuando se deslizan, indecentes. Entra el sol por la ventana, la pintura está desconchada y la madera cruje durante la noche. Me miro las manos secas, las grietas blanquecinas de mi piel hacen que parezcan curtidas. Soy una joven con manos de vieja. El hueco de la ventana sólo permite entrar algunos rayos, que  caen encima de mis pies. El esmalte ya evidentemente estropeado condena la escena. Mi padre decía que tenía bonitos pies. La habitación está vacía, la casa está vacía, el pueblo está vacío. Yo estoy sola en la habitación polvorienta. Me dijeron que volverían pronto. Estoy perdiendo la fe, pero aun me parece ver que regresan. Era una niña hasta hace poco. O eso creía. Ahora la sangre a veces me mancha las sábanas, que podemos hacer. Tengo la melena demasiado larga, me gusta sentirla enredada. Cuando trato de peinarla me duele, no quiero cortarla.
Ahora parezco algo mas rubia, la realidad es que nunca fui morena. Me he levantado esta mañana, he sentido escalofríos. Creo que hay algo aguardando fuera. No quiero salir. Una vez me encontré sola. Las sorpresas nunca han sido para bien.